Sobre la Soledad (VII)

domingo, julio 27, 2008


Cada quien, le guste o no, tiene un pasado musical que lo vincula, de alguna u otra manera, a un instrumento. El mio fue el piano u órgano -que aunque no son lo mismo, parten del mismo principio. Eran tardes completas las que pasaba junto a ese aparato, que chillaba cuando lo tocaba con desgano, que se apagaba cuando me quedaba pensando Qué podría pasar si toco diez teclas al mismo tiempo... pero cuando hacíamos las paces producíamos música, matábamos al ruido y, en vez de él, nos conectábamos a esa red que pocos conocen; a la armonía.

Soledad se sentaba a mi lado. No necesitaba sillas ni cojines para sentirse cómoda. A veces hacía travesuras con sus largas uñas, rozando alguna tecla al azar, para desconcentrar el ritmo; a veces, sin que lo notara, movía el artificio aquel que llamábamos metrónomo, haciendo que alentara o acelerara el ritmo de la melodía que intentaba interpretar. Me daba cuenta luego cuando la guía que salía de la radio terminaba mucho antes o mucho después de yo... o cuando ella no podía contener la risa y se caía de la silla. No necesitaba un suelo para sentir dolor, así que esos momentos de humor ocurrían seguidamente.

Ella viajaba por todo el mundo trayéndome música para reproducirla acá, en casa. Bailamos bastantes tangos -lo que más le gustaba a Soledad- y al compás de una marcha rusa, nos disfrazábamos de Dictadores comunistas para debatir quién se tomaba la última taza de café con leche. Su carácter Stalinesco y mi personalidad Leninista siempre hacían que termine muerto antes de tocar el tema; por suerte sólo existiamos para nosotros, así que la cuestión de quién viene antes y quién viene después jamás fue un problema.

Toda esta tarde, Soledad se ha encargado de sacarle el polvo al órgano. Estuvo guardado mucho tiempo, intacto, dentro de una caja de cartón. El alcohol despintó algunas esquinas, pero no ha perdido la gracia. Las teclas se han endurecido un poco, me dijo, tal vez sea por el polvo, Tal vez sea porque esta triste, le dije, como su dueño. Me recosté y le dí la espalda.

Soledad comenzó a tocar esa tonada andaluza que tanto nos gusta, terminó, apretó dos botones y se reprodujo idéntica, Bailamos, sugirió. Adivinando sus intenciones, simulé que dormía. Oh, vamos, dijo, te prometo esta vez que no coloco un bucle infinito. Sé que vivirás para siempre, pero también sé que no pasaras todo el tiempo acá, conmigo, bailando nuestra canción.

A veces pienso que me contagié de su risa, porque no pude evitar emitir ese extraño sonido que emana gracia.

No has cambiado nada, me dijo, mientras posaba su mano en mi hombro y yo, colocaba otra en su cintura. Tú tampoco.

3 aportaciones:

Anónimo dijo...

Muy bonito, la verdad ^^

Anónimo dijo...

A dónde va a parar todo esto?

Memo dijo...

Me gustaría saberlo...