Federica

martes, mayo 27, 2008

Uno de los mayores placeres de la vida era acostarse sobre una cama con las sábanas tirantes, hasta que tú llegaste.

Nos conocimos en la intersección de una avenida con un callejón, allá cerca del fin del mundo, o mejor dicho, de tu casa. Ibas en zancos y vestías con unos pantalones extremadamente largos, que llegaban al suelo para esconder las maderas que te sostenían por los cielos y en tu cabeza colgaba una peluca que no escondía para nada tu cabello dorado. Claro, me dije, cómo iba a esconderlo si la peluca era más negra que mis recuerdos. Tal vez la intención no era ocultar, si no contrastar.

Como un pirata, a ojos vendados y con un loro como conciencia, me acerqué a ti en mi pequeño auto, blanco como tu sonrisa y malgastado por el tiempo; era de esperarse, dado a que el cacharrito tenía unos años más que yo. Cuídense, mortales, gritabas, cuídense, que Dios ha muerto. Ante tales extravagancias, y viendo que el rojo del semáforo se hacía tan largo, el lorito verde aquel que me hablaba cuando le parecía, me susurró al oído que te dé mi atención. Parece que lo mataron los hombres, continuaste vociferando. Mis ojos, nublados no por los parches, si no por el sol irritante de la mañana, me decían que habían otros iguales mirándolos fijamente. Cuando por fin el semáforo cambió a verde, avancé de manera rutinaria, ignorando el aviso anterior de los ojos y esas cosas. Casi atropello al niño que había limpiado mi parabrisas. Le arrojé una moneda y me fui directo a casa.

Dios ha muerto. Parece que lo mataron los hombres. Era una novedad muy interesante, tal vez de las pocas que por pasar desapercibidas, resultan catastróficas a la hora de tomar decisiones. Indagué un poco en el tema, pero en la constante búsqueda de respuestas, el simple hecho de que hayas usado una peluca negra para apagar el dorado de tu cabello me extrañó bastante, así que tomé la decisión de volver al día siguiente al lugar aquel.

Me escondí en el callejón, para que me toque el semáforo en rojo justo cuando pase. Haciendo algunos cálculos mentales, deduje que tenía que esperar dos minutos para que el ciclo tricolor terminara. Haciendo amagues entre salir y quedarme resguardado en la acera del callejón, alguien tocó ligeramente la ventana del pasajero con sus nudillos. Me asusté y torpemente aceleré sin haber movido la caja de cambio… y te reíste al otro lado, tras del vidrio. Abrí la ventanilla y entró aquel calor insoportable de las mañanas, A quién esperabas, preguntaste, A ti, a quién más, atiné a contestar, Qué es lo que quieres, Quiero saber cuál fue la causa de Su muerte, Ya lo dije, lo mataron los hombres, Dijiste que parecía que Lo habían matado los hombres, cómo tienes la certeza. Apenas hube terminado la pregunta, tú te habías ido corriendo hacia el comienzo de la fila de autos esperando a que el semáforo cambiase de color, Que nos parezca falsa toda verdad que no traiga consigo al menos una alegría, comenzaste a gritar, mientras te subías sobre las maderas esas, Que nos parezca falsa toda verdad que no traiga consigo al menos una alegría, repetiste. Alcancé a meterme entre la hilera de autos del carril central. Podía ver tu pelo, que ahora estaba totalmente rojo. Parecía adornado con caramelo seco, tipo extensiones. Avanzaste hacia mí, pero pasaste de largo, parándote dos autos más lejos, replicando el mismo mensaje. El semáforo cambió de color, y tuve que acelerar como cualquier otro mortal. Busqué una calle perpendicular, para poder dar la vuelta y volverte a ver, pero la avenida era una recta infinita en el plano con un solo destino; a casa.

La mañana siguiente, las horas antes del medio día me dieron la bienvenida con una llovizna. Me apresuré al salir para llegar unos minutos antes y enfrentarte. Volví a pararme en el pequeño callejón, esperándote sin querer bajo un pequeño toldo de una tienda. Atento a todas las ventanas del auto, no me percaté que estabas justo al lado mío. Qué haces, dijiste, y volvía a saltar del susto, Nada, acá comprando... me fijé en el letrero de la tienda que ponía, Acá se venden vidas. Comprando vidas, preguntaste, No exactamente. El color rojo de mi nariz me delató al instante, Me alegra que hayas venido, Quién dijo que vine para verte, Me lo estaba diciendo tu nariz, pero ahora también me lo dicen tus orejas y tu largo cuello. No me vi en el espejo retrovisor, porque me vi reflejado en su traje, que tenía una lámina que reflejaba difusamente lo ocurrido en el mundo. Estaba justo en su estómago. A qué vienes, Vengo a preguntarte por qué una verdad tiene que traer consigo una alegría, Si no la trae, pues no es una verdad, Pero eso ya lo dijiste. Cuando iba a continuar, observé que me fuiste dando la espalda lentamente. Tal parece que nunca me darás una respuesta, verdad, verdad… Mis gritos ya no podían opacarla. El semáforo había cambiado de color, y ella, prominente y llena de toda la atención, comenzó a decir con un tono irónico, Por ser irrefutable ha de ser verdadero, esperó algunos milisegundos y replicó agresiva, Necio, Necio. Cuando el semáforo cambió, me percaté que nadie se movía; nunca había habido tanta gente junta en esa intersección. Ella, por otra parte, veía como su vestido reflejaba la poca luz del sol, que en el pelo tenía una gran mariposa de plástico que recogía sus mechones dorados y una de sus manos llevaba un bolso verde, pequeñito. Al ver que nadie se movía, a pesar de que el verde del semáforo los invitaba cordialmente a moverse, decidiste quedarte ahí parada. Tu bolso cayó de las manos, miraste al cielo y dijiste, Cuando hay mucho que poner en ellos, el día tiene cien bolsillos. Lo dijiste y te fuiste. Cuando todos los autos abandonaron el lugar, bajé del mío y recogí el pequeño bulto verde que habías dejado.

Fue un camino largo a casa. Busqué entre la jungla de cosas que habían en el compartimiento del pasajero, algún indicio de tiempo. Mi reloj no aparecía hace días, y pensaba que tal vez podría estar ahí, respirando oscuridad y desorden, Cuando hay mucho que poner en ellos, el día tiene cien bolsillos. Frené el auto de manera abrupta. Qué haces acá, Dejaste la puerta abierta, además, tienes algo mío, dijiste, señalando tu bolso verde casi cubierto por mi basura, Te lo iba a devolver mañana, atiné a decir, Qué te hizo pensar que no lo recogería, La verdad… la verdad no lo sé, Todo lo que se hace por amor, se hace más allá del bien y del mal, Qué dijiste, Lo que escuchaste, Explícamelo. Volviste al lugar donde te habías escondido. Los asientos traseros del coche tenían un espacio considerable entre el asiento en sí y el suelo, dándote a ti, de estructura delgada, un escondrijo perfecto. No esperas a que vuelva a la intersección, verdad, No, no espero nada, Entonces qué haces ahí atrás, por qué me dices esas cosas, cuál es tu motivo, Por qué volviste luego que te di la noticia de que Dios estaba muerto, Porque me dio curiosidad… porque no podía concebir la idea de que dijeras aquella cosa extraña y extravagante… porque no podía olvidar tu cabello oculto luchando por salir y tomar la energía de los rayos del sol... Porque no podía olvidarte.

Los pensamientos son las sombras de nuestros sentimientos. Tu voz se escuchó distante, porque mientras pronunciabas esas palabras, pisé el acelerador a fondo y la avenida infinita se hizo tan corta como nuestra vida en este planeta. Abrí las puertas del auto, salimos corriendo –a pesar de que todavía estabas de zancos- y entramos a la casa.

Decía, al comienzo de este retazo de memoria, Uno de los mayores placeres de la vida era acostarse sobre una cama con las sábanas tirantes, hasta que tú llegaste. Y en cierta parte es verdad, porque después de aquél día, donde el bolso verde terminó perdiéndose bajo los escombros de lo que alguna vez fueron cosas útiles, tú y yo no nos separamos más.
Y es que la única diferencia de ese día y hoy, es que siempre existe una excusa nueva para comenzar de nuevo. Bueno, tal vez no sea una excusa nueva, propiamente dicha. Es posible que podamos definirla como una Nueva aventura, o algo así. Porque siempre que terminamos de amarnos con locura, te vas sin tender la cama.

De ser un pequeño detalle, ha pasado a ser un tema de discordia cada vez que te metes al auto sin avisar y tomamos la vía infinita hacia nuestro altar.
Por qué siempre te olvidas de tender la cama, sabes que salgo tarde al trabajo y no tengo tiempo para hacerlo… apenas llegamos hoy y, si seguimos la cuenta, van más de tres semanas sin que pueda dormir en una cama con sábanas tirantes. Callaste algunos segundos, y contestaste con estas palabras, La ventaja de tener mala memoria es que se goza muchas veces con las mismas cosas.

Frené el auto en seco de nuevo, te miré a los ojos y dije, En la venganza, como en el amor, la mujer es más bárbara que el hombre.

Luego de ello, nos dimos cuenta perfectamente que, una Federica como tú y un Federico como yo podíamos convivir en un mismo techo, viajar en un mismo auto y amarse en una misma cama.
Eso sí, siempre teniendo la esperanza que nunca se nos olvide la capacidad de sorprendernos.

Noé Caballero

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